
HISTORIAS
Una ciudad con un desierto emocional, con partes ajenas que nunca se anexan, se conocen de nombre y delimitan con un hogar de leyendas. Guayaquil no comprende qué debió haber sucedido, se pregunta si en cada universo paralelo su paisaje es igual. Desenvuelta en un entorno errático, oscuro. Son tiempos difíciles, de caos. Es increíble que sus humanos sobrevivan. De noche nadie se atreve a pasar. Son monstruos. El manglar se apodera del territorio sin piedad. Aquellos árboles retorcidos, deprimidos, activan sus tentáculos y estropean lo que esté por su andar. Un terreno descortés, resentido por no ser bienvenido. Es un atrevido: divide la ciudad en dos y multiplica austeridades, resta esperanzas mientras suma nostalgias. El sector de Urdesa y demás no conocen lo que hay más allá y viceversa, están eternamente separados por un manglar sin inocencia. Ajenos. Imaginan y apuestan qué hay del otro lado, mientras pocos valientes deciden tratar observarlo. Que por no haber tomado en cuenta las advertencias, bajo tierra es mejor enterrarlos. Las aguas turbias del estero atrás no se quedan, los gigantes lagartos saben hacer su trabajo. Una ciudad intranquila y desunida. Niños, almas de ansiedad, desenamorados con el estómago lleno de aburrimiento, un aburrimiento que en el peor de los casos en delitos se transforma. Una ciudad ramificada en dos tierras ajenas, desconocidas entre ellas, insegura y disuelta.
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Su mente estaba cambiando y sus prioridades también. Miraflores se dio cuenta de que ya no era la niña de antes, sus amigos tampoco eran infantes. El tiempo para jugar con sus mascotas se fue haciendo minúsculo, el deporte en hobby esporádico se fue mudando. Fue entonces cuando el tiempo la fue independizando. Irreversible. El tiempo jugó con los años y al poco tiempo ella ya estaba trabajando. Evolucionó en una comerciante, vendiendo y brindando servicios a todos los visitantes y viejos amigos del barrio. Puso sus propios restaurantes a lo largo de las principales calles de donde ella vivía, vociferando éxito en cada esquina. Le dio empleo al que le interesaba y juntos sacaron los negocios adelante.
Grandes grupos de lagartos vivían en este sector, no eran invasores ni eran agresivos y con todos tenían una excelente relación de mutuo acuerdo. A veces Miraflores los contemplaba mientras ellos cumplían con su necesidad reptil de tomar sol. Eran amables. Siempre se sintieron bienvenidos y aunque no los seguían a sus cuevas, querían a sus humanos, pero de repente algunos empezaron a actuar diferente. Los lagartos no entendían qué les sucedía. Si eran siempre tan buenos y atentos durante el día, ¿por qué empezaron a maltratarlos en las noches? Les afectaba. Se sintieron desplazados y confundidos, asqueados por el hurto sin decencia que oscurecían las calles. Extrañaban la tranquilidad de admirar el sol en las mañanas, pero más mirar la luna y luces de los autos sin que rocas intencionadas toquen sus cuerpos de noche. Lo que la gente en el día limpiaba, en la noche arruinaba. Los lagartos optaron por partir y con ellos la alegría del estero se fue.

Miraflores siempre se pregunta qué hubiera sucedido si algo del pasado hubiese cambiado, sido diferente o nunca narrado. Quizá, solo quizá, si el vivero de la esquina ahí no se hubiera parqueado, el terreno para otros fines hubiese sido utilizado. Posibilidades muchas hay, y un chifa malicioso no se queda atrás. Deshonestos. Las hermosas papadas de las iguanas en tu plato en este momento podrían estar. El verde de su cuerpo no combinaría con el cielo raso, no estarían echadas peinándose las espinas de su espalda ni gozando sus largas reuniones en los árboles, y las plantas de los vecinos sobrevivirían la tarde. Todo está en su lugar, todo es como debió ser. Todo tiene un propósito y Miraflores de los logros de su vida está orgullosa.


Una de las primeras compañeras de Miraflores fue la araña. Grande, innovadora y temperamental. Fue siempre tema de conversación del resto de vecinos que llegaron de a poco. La araña era especial, no tenía mucha paciencia ni era la más cálida. Con cierto ángulo del sol su silueta se tergiversaba y los niños corrían de regreso a sus casas; la araña era consciente y se inflaba para intimidarlos más. Un día una fuerza distinta se apoderó de la araña, la agarró desprevenida y la domesticó. Al servicio de la sangre joven que tantas veces pisoteó en el barrio la sometió, construyó paredes a su alrededor que impedían que se agrande y se fusione con su oscura compañera nocturna. Esa silueta que parecía crecer con cada grito ahogado que evocaba. Ahora la araña es un ente hospitalario más que a su avanzada edad aprendió a ser paciente y a observar tranquilamente lo cordiales que eran los humanos del nuevo hogar al que finalmente pertenece.






Cuando Miraflores nació pocos vivían en el barrio, sin embargo, entre todos siempre hablaban. Amigos fue haciendo de a poquito, conforme las calles se iban llenando. Eran como cientos de colibríes revoloteando de una esquina a otra, cansados con la marca de una sonrisa en la boca. Llegaban a casa con tierra en los zapatos solo para buscar un descanso. A ella le agradaba jugar con sus cientos de mascotas, ahora le quedan pocas. Ver las vacas pastar era su obsesión. Correr por el monte para esconderse de los zorros, los que con descaro perros cazaban y robaban. Ella era muy tranquila, pero le encantaba asaltar la piscina, la piscina de patos. Con sus picos y reclamos, los patos no lograban sacarla de su propiedad privada. Las culebras también visitaban, pero bienvenidas jamás estaban. Los campos eran rebosantes de mamíferos, ahora solo predominan caninos.

Miraflores dejó de usar pañales y ya podía cruzar la calle sin dificultad. Fue creciendo y conociendo a más residentes, todos amables e inteligentes. Uno de ellos, muy visionario, entendió que los niños necesitaban un lugar para estacionarse. A jugar, a correr, a cambiar. El ejercicio físico era nuevo para ellos, viendo meteoritos volar a través de las canchas de un lado para el otro. Se armaban equipos de combate para galopar y solo pensar en ganar. Esto más unidos los volvió, la ciudad entera se asombró. De todos lados iban para compartir lo que en otro lugar nunca encontrarían. Esta liga en todo sentido ayudó a Miraflores y a muchos niños más. A jugar, a correr, a cambiar.
